Trece años en la selva
Hace poco vi tu foto en el periódico y recordé que siempre quisiste ser famoso y que la gente te reconociera. Recordé aquellos años en los que estudiamos juntos en el INEM de las Vegas, cuando para nosotros la vida era un juego y nuestras mayores preocupaciones eran ganarle un examen a ese profe que llamábamos el calvo Jara, que nos mortificaba con sus clases de álgebra, que nadie entendía, salvo vos que eras el diablo de los números. Me acuerdo que te iba muy bien en esa materia y el profe te ponía como ejemplo de constancia, disciplina y aptitud matemática, mientras que a nosotros nos trataba con ironías y nos decía burros de forma disimulada. Te mantenías con el álgebra de Baldor debajo del brazo, igualitico que una evangélica con su biblia. En lo que te iba muy mal era en español, con esa profe lindísima que teníamos y que todos mirábamos con coquetería, pero que era una cuchilla a la hora de calificar. Nunca pudiste con los análisis que teníamos que escribir sobre la genealogía de los Buendía y me acuerdo muy bien que me pagaste unos buenos pesos para que te hiciera los trabajos sobre Pedro Páramo y Crónica de una Muerte Anunciada.
¿Te acuerdas que nuestra llegada a grado Once nos transformó por completo?, nos sentíamos adultos, grandes, sin la obligación de rendirle cuentas a nadie, el colegio era nuestro, todos nos conocían y nosotros conocíamos todos los trucos, las formas más exquisitas de “pasteliar” en los exámenes, el viejo truco de las preguntas constantes a William, el profesor de filosofía, para que comenzara a divagar y se le olvidara que teníamos evaluación, nuestra amistad con los porteros y vigilantes que nos dejaban entrar cigarrillos o una botella de ron mezclada con gaseosa camuflada en un termo para así, poder tomárnosla los viernes en clase de artes y poder dibujar en el delicioso estado de la media caña, la forma de hacernos cuarto en todo, la ley del silencio que habíamos acordado y su consecuente repudio por los sapos. Sí, ser los grandes del colegio nos daba muchas posibilidades y esto incluía también a las chicas de grados inferiores que nos aceptaban los galanteos y salían con nosotros, muchas veces escapándose de clases. La suerte estaba de nuestro lado y eso se reflejaba en esa belleza de horario que teníamos los viernes: Educación Física, Dibujo técnico y artes, siempre podíamos salir más temprano para irnos a deambular por los parques del Poblado, en los que nos embriagábamos con el famoso vino “Tres Patadas” y con dulces besos.
Tenías muy mal temperamento y te enojabas por cualquier pendejada, como esa vez que se la montaste a Balú porque no quiso cambiar un casete de Black Sabbath para vos poner uno de ese chuco-chuco que tanto te gustaba; terminaste estrellando la pobre grabadora contra el piso y te agarraste a los golpes con Barrada; como si fuera poco, tu escandalo terminó por dañarme el parche con Eliana, esa niña de ojos grandes y verdes donde yo estaba loco por sumergirme; claro, los vecinos llamaron a la policía y ésta apareció como por arte de magia, nos la montaron por ser de “ese colegio de revolucionarios”, nos dieron tremenda raqueta y nos montaron a la patrulla; allí les dio un ataque de histeria a Eliana y a Olguita, iban a llamarles a los papás, o se iban a aprovechar de nosotros y a maltratarnos en la inspección, mínimo cascada y bañada con manguera. Por fortuna, Guzmán pudo hablar con el comandante de guardia y logró transar con él, nos dejaron sin un peso y de encima tuvimos que lavarles esas porquerías de baños de la estación; desde ese día, nos cayeron mal los tombos y vos comenzaste a caernos gordo.
Después de eso, dejaste de ser nuestro amigo, te volviste muy lambón con los profesores, especialmente con esa cucha amargada, Yolanda, la de química y con el que tenía la cabeza como un “aterrizadero” para moscas: “Profe, ¿no va a revisar la tarea?”, “profe, acuérdese que el trabajo es para hoy”, en vez de solucionar las cosas, las embarrabas cada día más y eso te trajo problemas con el Negro y con Rojas. Por supuesto que no te daba miedo y te agarrabas a los golpes con el que fuera, como tú mismo decías, eras “pa´ las que fuera”.
Poco nos sorprendió cuando en una charla de exploración vocacional, con Beatriz, la directora de grupo, vos dijeras que querías llegar a ser algo diferente al resto, no abogado, ni médico, tampoco ingeniero o comunicador, vos querías ser oficial del ejército de Colombia; recuerdo muy bien que agregaste: “a este país lo que le falta es orden”. No faltó el que dijera que ese uniforme verde te quedaría muy bien y que haría juego con el batracio que siempre habías llevado por dentro; como siempre, hubo que agarrarte para que no le pegaras a nadie.
Una tarde de mayo, me encontré, por casualidad, con tu hermano Eduardo, quien estudió conmigo en la facultad de educación y, como yo, es profesor; entramos a un bar de Itagüí, nos tomamos varias cervezas, me contó que te estaba yendo bien en el ejército, que habías hecho el curso de oficial, que estabas ascendiendo rápidamente, que te habían asignado a un escuadrón de antinarcóticos en un sitio llamado Miraflores, por allá en el Guaviare. Me comentó que eso era lo que te gustaba, ser trasladado constantemente, vivir lejos de la familia y en un ambiente donde todo esté sincronizado como un mecanismo de relojería; nos despedimos sin más.
Volví a verte pocos días después de haber charlado con tu hermano; esta vez, en televisión: fue en agosto de 1998, no estabas en un programa de concurso ni siendo condecorado por el presidente; la población, en la que te hallabas acuartelado, fue atacada por las FARC; el asedio duró dos días, las noticias dijeron que la guerrilla movilizó más de mil efectivos contra los 150 policías y soldados que allí se encontraban, que desplegaron todo su poder de fuego, que ustedes se defendieron feroz y valientemente hasta que se les acabaron las municiones, que el apoyo aéreo nunca llegó, que nueve uniformados murieron y que otros 22 se hallaban desaparecidos: entre ellos, vos.
Durante los últimos 13 años, he visto tu foto innumerable veces en los periódicos, en la televisión y en internet: te ves cansado, demacrado y tu mirada revela una honda tristeza. Te han robado la vida; como a una fiera terrible, te han encerrado detrás de una alambrada y te han puesto cadenas en el cuello y los tobillos, te han obligado a interminables marchas en una selva donde siempre llueve y los insectos te devoran; han apresado tus sueños, te quitaron la alegría de jugar con tus hijos y de verlos crecer; tu madre partió y no pudiste darle un último adiós.
Esos que te apresan, los que se autodenominan “ejercito del pueblo”, también dicen como tú: que aman a nuestro país y a su gente y por eso luchan por la libertad. Han amagado innumerables veces con liberarte, pero se arrepienten a última hora, argumentando que no existen las garantías; sólo eres un comodín que un bando usa cuando quieren hablar de acuerdo humanitario y que el otro esgrime para justificar su lucha contra el terrorismo, tu problema radica en que no tienes dinero, ni eres un político importante con amigos importantes, ni tienes tan siquiera un pasaporte que diga que eres ciudadano extranjero. Tu problema consiste en que no eres nadie, por eso sólo le importas a un muy selecto grupo: a los tuyos.
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