miércoles, 30 de noviembre de 2011

Garrincha




El sueño del pibe
Desde muy pequeño mostró una pasión desenfrenada por el fútbol. Recuerdo muy bien que todos en la cuadra se burlaban de él por feo, le hacían bromas pesadas y le ponían apodos crueles, debido a sus dientes y  pies torcidos, pero eso sí, a la hora de picar los partidos, aquellos que hacían de capitanes y escogían jugadores, se peleaban porque él quedara en sus equipos. Ahí sí lo llamaban por su nombre y  lo invitaban a tomar algo. Hasta ese momento, les desagradaba su aliento de cebolla cruda, su piel  oscura y su condición de  pobre. Porque cuando se trataba de jugar al fútbol, todos lo querían. Hay que reconocerlo: Garrincha era  un crack. Había que verlo jugar: cuando tomaba el balón, éste parecía obedecerle, es más,  lo atraía como un imán atrae un trozo de metal y hacía con él lo que le daba la soberana  gana. Gambeteaba  contrarios como tomando agua,  le ponía efectos mágicos al balón, descaderaba defensas, humillaba  a los que pretendían marcarlo con un repertorio de túneles, sombreritos, taquitos y bicicletas; sobra decir que era el terror de los arqueros.
Si alguien tenía una vida especialmente difícil en el barrio, era Garrincha. Su papá era un zapatero alcohólico que agredía a su familia cada vez que llegaba borracho, su mamá no sabía ni escribir; de tanto recibir palizas de su marido, se volvió amargada y descuidada, no le importaba que su casa se estuviera cayendo del mugre, ni que a sus hijos los devolvieran de la escuela por estar completamente infestados de piojos. Comenzó a faltar a clases y se desapareció de la cuadra, un día que su papá, borracho, le pegó varios planazos con un machete. Dijeron que se fue a vivir con unos primos, sólo volvió para el  entierro del zapatero, cuando éste murió al caer de un bus que viajaba con sobrecupo.
Desde su regreso, todo mundo notó que había cambiado: fumaba cigarrillo y marihuana, bebía de todo, ya no se dejaba “batanear”; es más, cuando lo ofendían, sacaba cuchillo y se enfrentaba al que fuera. A pesar de esto, cada día jugaba mejor. Entró a jugar en el “Atenas Futbol Club”, un equipo del barrio donde jugaban los mejores, tocaban tan hermoso y con tanta maestría, que los apodaron  “La Sinfónica”. Por esos días, quedaron campeones a nivel metropolitano. Entrenadores y  directivos de equipos profesionales vinieron a verlos jugar, el que más los deslumbró fue, por supuesto, Garrincha. Le dijeron que sí, que les interesaba y que podía comenzar a entrenar con las inferiores. Su sueño se estaba por fin volviendo realidad. Le cambió la vida, le brillaban los ojos cuando nos contaba del estadio, del equipo, de los jugadores profesionales en sus carros y con sus hembras, de los uniformes y de lo que iba a hacer con la plata que se iba a ganar. La gente comenzó a tratarlo con respeto y las muchachas, en los bailes, ya no lo rechazaban.
Se volvió muy disciplinado, dejó de fumar y de beber, madrugaba todos los días a trotar con el Zurdo, al Parque Norte. Eran la pareja más extraña que se pueda imaginar. Garrincha, negrito, de caminar y sonrisa torcida, con su  mirada de pajarraco asustado, y el Zurdo, atlético, de ojos claros y dentadura de modelo.
Una tarde soleada de enero,  recibimos la terrible noticia: Garrincha y el Zurdo habían sido atracados cuando subían al Volador. Los habían apuñaleado por quitarles los tenis que el equipo les había dado. El Zurdo murió, Garrincha quedó muy grave y tardó mucho en salir del hospital, pero nunca se recuperó por completo. No volvió a jugar jamás, se aficionó a las pepas y fue común verlo teniendo muros y torear los carros en la 47. Al principio le alcahueteábamos y le dábamos plata, le dejábamos beber de la botella que compartíamos los sábados, le regalábamos ropa o un plato de comida. Pero su creciente adicción al bazuco fue el límite.  Se ganó la mala cuando comenzó a robar y la peor cuando tiró por las escalas del atrio de la iglesia a la mamá de Manolito, por quitarle un monedero. 
Comenzó a atracar, pero con nosotros no se metía, finalmente, el combo del Chino, el malevo más respetado del barrio, se la sentenció y lo condenaron al destierro.
Me dicen que lo mató un primo suyo, de los que vivían por el Chispero; tuvieron una discusión en una plaza de vicio de Lovaina, donde habían mercado, después de  atracar a un taxista por los lados del Ventiadero. Al parecer no lograron ponerse de acuerdo sobre una papeleta de bazuco y su primo, ofendido, le cobró sólo 23 puñaladas.



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