En la vida todo se puede
A principios de los años 50 el papá de la mona llegó una tarde a la finca donde vivían en Montenegro, Quindío, y le ordenó a sus hijas que empacaran rápidamente, ya que debían abandonar el lugar que hasta el momento había sido su hogar. Mercedes, la mayor de las hijas, al principio se opuso, pero su padre le ordenó con firmeza que callara e hiciera lo que le pedía; puso fin a la discusión cuando le preguntó: “¿prefieres que cuando lleguen las violen después de matarme?” Las hijas no protestaron más y obedecieron en silencio. Empacaron con tristeza, ya que la pequeña propiedad les parecía un sitio agradable, allí habían sembrado una huerta que les proporcionaba legumbres y aromáticas, tenían un gallinero y Cenelia, la segunda hija, tenía su taller de costura. Era un lugar en el que por fin se habían podido establecer después de haber deambulado por Caldas, Quindío y Risaralda pero, como siempre, la condición de liberal y simpatizante de Gaitán de su padre, don Jesús María, ponía en riesgo la vida de la familia.
La violencia que se manifestó en Colombia, después de la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, había segado la vida de no pocos de los primos y amigos de don Jesús María; desde los púlpitos de las iglesias, muchos curas azuzaban a la feligresía a acabar con los liberales, los enemigos de la fe católica. En Santa Rosa de Osos, el obispo Builes dijo a sus feligreses: “matar liberales no es ningún pecado, más pecado es matar a un perro”. Desde entonces, el territorio antioqueño, el viejo Caldas y el norte del Valle se convirtieron en lugares signados por la intolerancia, y peligrosos para cualquiera que comulgara con ideas diferentes a las establecidas por el régimen; los “pájaros”, asesinos de estirpe conservadora, actuaban con precisión e inmisericordemente.
Don Jesús María nació a finales del siglo XIX en Mesopotamia, Antioquia; desde muy pequeño, fue muy inquieto y trabajador, fue arriero, alfarero, agricultor y albañil; conoció a su primera esposa cuando fue a vivir, a Santa Rosa de Cabal, con unos tíos suyos que tenían una finca cafetera; su matrimonio duró poco ya que su mujer murió, como era frecuente en aquella época, después de dar a luz a un hijo varón. Solo, sin mucho dinero, decidió dejar el niño al cuidado de unos familiares y se fue a vivir a Montenegro (Quindío). Allí, conoció a Ester Julia, una hermosa mujer de ojos claros que sería la madre de sus hijos: cinco mujeres y tres varones. Tanto trabajo de parto y las condiciones de salubridad de la época terminarían con su vida antes de llegar a los 32 años. Las hermanas mayores se convirtieron en las madres de los más pequeños, asistieron a la escuela rural hasta tercero de primaria, cuando ya sabían medio leer y escribir y conocían los rudimentos de las cuatro operaciones aritméticas básicas, para cuidar la familia y al marido: “una mujer no necesitaba estudiar mucho”, decían las abuelas.
Como muchas familias colombianas de la época, los Pavas viajaban constantemente en busca de un lugar donde establecerse y por lo menos poder trabajar para ganarse el sustento: “su vida era muy similar a la del judío errante”, solía decir doña Cenelia, quien viajó, por gran parte de Colombia, ejerciendo eso que ella denominaba el rebusque: “la plata está hecha y toca ir a buscarla donde esté”.
Tenía sólo diecisiete años cuando llegó a Medellín y comenzó a trabajar en una fábrica de galletas que todavía existe, pero la echaron de allí un día, que más le pudo la sangre y su amor propio, agredió a un supervisor que la presionaba para que salieran y que le hacía propuestas poco decorosas. Conoció, en el Bosque de la Independencia, a Mario, un muchacho moreno, dicharachero y muy buen bailarín; con él, se casó y tuvo la bobadita de nueve hijos. “En ese tiempo no se podía planificar porque no había con qué y evitar quedar embarazada era pecado mortal, además tenía la desventaja de ser extremadamente fértil”.
Con un marido que se bebía más de lo que se ganaba y con una obligación como la suya, la Mona, como cariñosamente la llamaban, hizo acopio de su gran inteligencia y tenacidad, fue así, como comenzó a conseguir el sustento de su familia, con una máquina de coser de pedal y vendiendo lo producido en el sector de Guayaquil, hoy conocido como el Hueco. La Mona tenía un corazón más grande que ella: era incapaz de soportar ver a alguien desamparado, no le era suficiente tener nueve hijos que alimentar; en su casa, dio alberge a niños de la calle, a los hijos de sus hermanas y a una gran cantidad de perros y de gatos. Cuando sus hijos le recriminaban, solía contestar: “yo no peleo por un plato de comida, ahora es alimento, en unas horas más ya sabemos lo que es”. A pesar de lo difícil de su situación económica, siempre alentó a sus hijos a estudiar y a aprender un oficio o profesión, “mientras más cosas sepa uno en la vida, menos hambre aguanta”. Desde las cinco de la mañana, estaba levantada ya fuera cosiendo, haciendo arepas, inventándose algo nuevo que vender y con qué negociar: “si yo trabajara en una fábrica no me ganaría lo necesario, además que pereza uno estar encerrado en cuatro paredes, donde le estén diciendo qué hacer y qué no, esa vida no es para mí”.
Tuvo talleres de costura, tiendas, cafeterías, almacenes de ropa, marqueterías, almacenes de vidrios, fábricas de espejos, crió pollos e hizo muchas más cosas, pero su pasión eran las ventas. “Cuando uno entra a un almacén con un producto, allí comienza el juego, entre quien no quiere comprar y el que tiene que vender”.
Su personalidad era arrolladora, pero muy firme, siempre logró lo que se propuso. Su gran meta: que sus hijos e hijas salieran adelante, “sin mendigarle nada a nadie, sin dejar que a uno lo pisoteen, porque nadie es más que uno”.
Una mañana de finales de octubre, recibí la llamada de una de mis hermanas; el mensaje fue contundente: “mamá está en la Cardiovascular”. Llegué lo más pronto que pude a la clínica y en el lobby me encontré con mis cuatro hermanas y mis cuatro hermanos; al abrazarme, una de mis hermanas me dijo: “dile que ya se puede soltar y descansar, dile que ya terminó su labor”. Entré en la sala de cuidados intensivos, la abracé por última vez y susurré el recado. Los doctores me dijeron que estaba sedada y que no me escuchaba, yo sé que sí. Dos horas más tarde, el médico que la asistía nos avisó su fallecimiento, recuerdo aún sus palabras “los quería tanto, que el corazón le creció hasta ya no caberle en el pecho”.
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