Mi amigo el guerrillero
Conocí a Gallo cuando yo cursaba octavo grado en el INEM José Félix de Restrepo de Medellín, él cursaba noveno y era el mejor amigo de mi hermano. Comenzaba la turbulenta década de los 80, marcada por el sangriento estatuto de seguridad de Turbay Ayala; una época terrible donde se asesinó, torturó y desapareció impunemente a la oposición. De igual manera, mi generación fue marcada por la revolución Sandinista, la guerra civil en el Salvador y la toma del poder por parte de los militares en Argentina y Chile; Colombia (al igual que ahora) era un hervidero de ideas y contradicciones; el M-19 había realizado dos operaciones militares magistrales: el robo al arsenal militar del Cantón Norte y la toma de la embajada de Republica Dominicana, acto con el cual puso en jaque al gobierno por 61 días; en esa época, mirábamos a los subversivos con gran admiración, como a los nuevos justicieros del pueblo. La pobreza, el desempleo, una inflación galopante y la represión por parte de los organismos del Estado crearon el perfecto caldo de cultivo para una creciente ola de inconformidad popular.
Muchos jóvenes de mi colegio ingresaron a las JUCO (juventud comunista) y comenzaron a militar en grupos políticos de izquierda, más en un acto de desesperación y rebeldía que por propia conciencia política. “Las contradicciones estan dadas y por ende la revolución es inevitable” solían decir mis condiscípulos que ahora militaban en la izquierda. Por esa época, se formaron movimientos contestatarios de gran envergadura: las asambleas y los paros estudiantiles eran comunes en la ciudad, se generaban en la U.de A., luego se esparcían por los principales colegios públicos, el Liceo Antioqueño, el Pascual Bravo, el Marco Fidel Suarez y el INEM. En mi colegio, las grescas con la policía o el ejército comenzaban cuando en la asamblea general se discutían temas como el estatuto disciplinario, la privatización de la educación pública, la expulsión de alumnos por pertenecer al movimiento estudiantil o por pedir reductores de velocidad en la avenida Las Vegas, ya que a la salida de clases eran frecuentes los accidentes con saldo de estudiantes atropellados por imprudentes conductores. La sola presencia de los uniformados actuaba como detonante de los enfrentamientos. Se iniciaban batallas campales con piedras, bombas Molotov y cualquier elemento contundente, como las patas de la mesas de los laboratorios de química, hierros procedentes de los talleres de mecánica y palos de la carpintería o los talleres de maderas. La policía llegaba en sus antimotines lanzando agua a presión y gas lacrimógeno; de ellos, descendían decenas de policías que golpeaban salvaje e indiscriminadamente a los niños y jóvenes que participaban en las refriegas; mientras que nosotros, los tímidos, los tibios, los cobardes o tal vez los que no le veíamos sentido a estos enfrentamiento, escapábamos cruzando el bosque de guayabos que existía en inmediaciones del INEM y EAFIT.
El saldo de estos encuentros se tradujo en allanamientos al colegio por parte de la policía: cientos de estudiantes agredidos físicamente y decenas de ellos enviados a centros de reclusión, varios policías gravemente quemados por las bombas caseras o heridos con artefactos contundentes. Tanto la universidad como los colegios públicos fueron cerrados por varios meses; cuando reabrieron, tuvimos que re-matricularnos y se negó el cupo a aquellos estudiantes que habían formado parte del movimiento estudiantil o participado en los disturbios: entre ellos, estaba Gallo.
No supe nada de él por varios años, hasta que nos reencontramos por casualidad una tarde de junio en la cafetería Tronquitos de la UdeA. Yo estaba estudiando literatura y él, antropología. Nos volvimos muy amigos pero él era muy reservado con su vida e ideas; yo, por mi parte, había aprendido que la mejor manera de mantenerse seguro era quedándose al margen, sin interesarse por saber en qué andaban los demás; conocí a varios de sus amigos de militancia, pero me molestaban profundamente sus posiciones dogmáticas, su actitud “sabionda” de tener respuesta para todo: recitando a Marx, Lenin o a Mao como sus nuevas biblias, de tratar de revisionista y de teóricos de mierda a quienes no compartían sus ideas al pie de la letra, de su paranoia constante al señalar de tombos o informantes a quienes asumían una posición conservadora y, sobre todo, por creer que todo podría solucionarse a los tiros y con bombas.
La muerte siguió galopando por nuestro país como desde hace largo tiempo lo ha hecho. Comenzaron los asesinatos selectivos y las masacres indiscriminadas en el campo y la ciudad, se exterminó a la UP (unión patriótica), se rompieron los acuerdos de paz que se habían iniciado en el gobierno de Belisario Betancur, el M-19 se tomó el Palacio de Justicia y el ejército lo recuperó a sangre y fuego, apareció el M.A.S. y ganaderos y narcotraficantes del Magdalena medio conformaron grupos paramilitares entrenados por mercenarios importados desde Israel. Pablo Escobar y sus secuaces escaparon de la Catedral, comenzaba la parte más sangrienta de la guerra contra el Cartel de Medellín; fueron comunes las masacres de jóvenes en los barrios, los carros bomba, el pago a sicarios por asesinar policías, los ajustes de cuentas entre el Cartel y los PEPES; se asesinó a Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, candidatos a la presidencia de la república.
Gallo desaparecía constantemente, a veces por varios meses, sin dejar rastro y, de repente, aparecía por mi casa como si nada, charlaba amablemente con mis hermanas y mi mamá, luego me invitaba a tomar unas cervezas y hablábamos de la universidad, de los amigos comunes, del mierdero que estábamos viviendo, pero nunca de dónde había estado ni con quién; yo tampoco le preguntaba.
En esa época, nos gustaba fumar hierba de forma recreativa, cuando estábamos en una fiesta o cuando salíamos a acampar; pero de pronto él, que era el más mesurado a la hora de tomarse un trago y al que nunca se le había visto borracho, comenzó a beber y a fumar como un desaforado, como si no fuera suficiente, como queriendo anestesiar un dolor terrible y siniestro; su mirada se tornó oscura como la de quien ha visto el corazón de las tinieblas o ha estado danzando con el diablo. Le era imposible conciliar el sueño. Se tornó agresivo y de mal humor. Esta maldita guerra le había quitado sus más apreciados camaradas y lo había llevado a hacer cosas que martirizaban su espíritu: la vida comenzó a carecerle de sentido.
Ese diciembre del 93, cinco días después de que la policía abaleara a Pablo cuando intentaba escapar por un techo del barrio La América, el vehículo que Gallo conducía fue intersectado por una camioneta blanca; de ella, descendieron hombres fuertemente armados, actuaron con precisión, su objetivo era una persona concreta, lo golpearon salvajemente, lo esposaron y se lo llevaron; no agredieron ni a su esposa ni a los otros que lo acompañaban, sólo abalearon las llantas de su carro para impedir cualquier tipo de persecución. Su cadáver fue hallado tres días después en un potrero por la vía Las Palmas con evidentes signos de tortura; a su lado, una bandera de las FARC.
Abro el álbum de los recuerdos y veo los rostros de aquellos que ya no están, miro las noticias y compruebo que nada ha cambiado, que nos seguimos desangrando en una guerra absurda, en la que ningún bando tiene la razón, pero que terca y egoístamente se obstinan en continuar. Intento recordar las caras de tantos muchachos con los que compartí juegos, clases, sueños y experiencias; pero sus rostros se diluyen como reflejados en el agua.
Miro para atrás, hacia mi pasado, y sólo veo las cruces en las tumbas de los que ya se han ido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario