En cuerpo ajeno
Siempre he sido muy vanidosa, creo que ese es mi pecado, pero también mi gran virtud. Me encanta reinventarme constantemente, jugar con el maquillaje, con los cortes de cabello, los rizos, los enjuagues y las tinturas; adoro los zapatos, los vestidos, los trajes informales y de sastre, las blusas, las sandalias, los accesorios; doy mi vida por la ropa interior de marca. Sí, soy una apasionada por la moda; entre todas las personas, me destaco por mi buen gusto y talento en cuestiones de alta costura. Mi pasión comenzó cuando apenas tenía 12 años y aprovechaba que mi mamá salía para el trabajo para probarme su ropa y usar su maquillaje: comenzaba por probarme sus “brasieres” y, como mi pecho era plano, tenía que llenar las generosas copas que entallaban perfectamente en ella, con cuanto trapo encontraba. Pasaba largas horas frente al espejo ensayando miradas y gestos de gran coquetería, dominé rápidamente el arte de caminar en tacones altos, ninguna modelo de pasarela camina con tanto garbo y sensualidad como yo. En mi soledad, soñaba con ser una rutilante estrella de cine, así que tomé mi nombre de ese icono, de esa rubia de curvas generosas que conquistó al gran beisbolista, al dramaturgo y a los dos hermanos, con sólo contonearse y parpadear, esa diva por la que se derriten hoy, después de más de 50 años de su desaparición, hombres y mujeres en todos los rincones del mundo. ¿Qué hombre puede resistirse a los caprichos de una hembra conocedora del poder del sexo y bien dotada por la naturaleza?
Mi vida cambió una tarde de febrero cuando Henry, el compañero sentimental, de turno, de mi mamá, llegó a casa más temprano que de costumbre. Por hallarme ocupada en los oficios de la cosmética, sólo me di cuenta de su presencia cuando ya era demasiado tarde, y él había ya abierto la puerta del cuarto que compartían. Hasta ese momento él y yo habíamos cohabitado sin cruzarnos uno en el camino del otro, casi nunca nos dirigíamos la palabra, él nunca había intentado convertirse en mi padre y yo no necesitaba ni quería uno. Él era el hombre de mi mamá, tenía quince años menos que ella; al contrario de los otros, no le pegaba, ni le robaba. Se habían conocido en un bar de Palacé donde mi mamá vendía chance y él trabajaba como vendedor de mostrador de una peletería; a ambos les gustaba el aguardiente y bailar salsa brava: hay que reconocer que hacían ambas cosas muy bien.
Para mi sorpresa, Henry no me gritó, no me maltrató, ni hizo nada que me hiciera sentir mal, no le dijo nada a mi mamá, sólo me miro con ternura y algo de morbo, no pronunció una palabra, ni intentó retenerme cuando salí corriendo hacia mí cuarto; más tarde, aproveché que él había ido a la tienda a comprar cigarrillos, para organizar la habitación y poner cada cosa en su lugar.
Tuve mucho miedo de que le contara a mi mamá lo ocurrido, pero esto no sucedió. Dejé de ponerme la ropa de ella por un tiempo y actué con naturalidad, comíamos en silencio; pero cuando mi madre nos daba la espalda para lavar los platos, Henry me miraba como lo había hecho aquella tarde, comenzó a llegar a casa más temprano, me traía frutas y dulces, como un gato, me acechaba en silencio. Un día cuando yo cruzaba del patio hacía la cocina saltó hacía mí como un felino, me tomó entre sus brazos y me besó. Fue mi primer beso. Sentí su olor a cuero y a pegante, sus manos ásperas recorrieron mi cuerpo, intenté evitarlo pero no pude: algo superior a mi voluntad me lo impedía. Me hizo toda suya, fue tan tierno conmigo que a pesar de ser virgen no sentí dolor alguno.
Nos volvimos amantes; de él, aprendí lo dulce del amor. Nos amábamos con una pasión desmesurada: desde que pasaba el umbral me tomaba y yo me arrojaba en sus brazos, embriagada de pasión. Mi mamá comenzó a sospechar algo: él le sacaba disculpas para no esperarla a que liquidara las apuestas; además, el fuego que a mí me brindaba, se lo escamoteaba a ella, no existe nadie más sagaz que una mujer celosa y ella comenzó a buscarle la caída: “vos tenés moza, pero donde yo los pille, les va a ir mal, muy mal, a vos te capo por perro y a ella la mato por zorra”, solía decirle. Finalmente, comenzó a desconfiar de mí, me echaba puyas y me ultrajaba a cada instante: “yo sé muy bien quien sos, mosca muerta, nunca debí haberte tenido, debiste haberte muerto al nacer, te lo advierto, te estás metiendo con lo mío y eso no te lo permito”. Una noche borracha me dio tremenda paliza y me echó de la casa. Salí de allí solamente con lo que tenía puesto y la cara convertida en una llaga. Caía tremendo aguacero.
Mi vida en la calle fue lo peor: tuve que mendigar y buscar en la basura para poder comer, supe lo que es tener el frío y como quema la sed, conocí la violencia de la policía cuando te levanta a patadas sin tú haber hecho nada para merecerlo; es por esto que siempre ayudo al necesitado. Un día cuando estaba sentada en las escalas de la Metropolitana, un viejo me ofreció plata por dejarme manosear y hacerme sexo oral. Fue así como comencé a ofrecer mis servicios en el Parque Bolívar; en ese tiempo, ni me imaginaba que las calles tienen dueño. Una noche llegaron la Costeña y la Tata; me preguntaron que si era ciega o tonta, que si no sabía que para trabajar allí había que pagarles impuesto; me amenazaron con una navaja automática: esa vez me la perdonaron pero volvieron más tarde por su porcentaje.
Un sábado por la tarde, me topé con mi mamá que estaba comprando en una de las pescaderías de la calle Perú, al frente de donde quedaba el teatro Libia. Me miró con odio, escupió mi rostro con furia y me maldijo con las más horribles palabras; huí de aquel lugar llorando, humillada. No puedo entender cómo se puede odiar a un hijo, yo daría lo que fuera por tener uno y lo amaría más que a mi vida.
Comencé a conocer el medio e hice algunas amigas. Renté un apartamento con Shirley y Tiffanny, allí atendíamos a nuestros clientes. Cuando un hombre es atractivo, huele bien y se comporta como un caballero, me esfuerzo por satisfacer todos sus deseos, es por esto que la mayoría de los que han compartido conmigo vuelven a buscarme y me va bien en este negocio; además, no me han gustado los efectos de la yerba, ni la perica, por eso no las consumo y me queda algo para ahorrar.
La Chama, una veterana de la calle, me invitó a trabajar con su selecto grupo. “Mi grupo es de niñas bien, no nos mantenemos trabadas ni sacoliadas como el resto, somos apetecidas porque somos bonitas y muy limpias, no robamos a nuestros clientes, cobramos más porque tenemos garbo y no hacemos escándalos, nadie se mete con nosotras porque tenemos quien nos respalde”; así solía hablarnos. El 50 por ciento con el que ella se quedaba era muy bien ganado: ella sabe relacionarse, tiene clientes importantes, comerciantes, traquetos, políticos, religiosos, muchos policías y militares.
Me ha ido bien. He ahorrado para operarme el busto y el derrier, pagar por un diseño de sonrisa y un buen estudio fotográfico, tengo clientes que me llaman al celular, me tratan con respeto, pagan mi tarifa y me dejan buenas propinas, ya no trabajo en la calle, ahora atiendo en moteles o a domicilio, soy una “escort” de alto nivel que ofrece sus servicios en la web.
De Henry, sé que se separó de mi mamá después de que ella lo agrediera con una navaja mientras dormía; al amor de mi vida, a Germán, mi mechudo lindo, me lo mataron en la Estrella, en un enfrentamiento entre su combo y la policía. Me han roto el corazón varias veces, cuando me he enamorado me han dejado deshecha, sin plata y me ha tocado comenzar muchas veces desde cero, es por eso que ya no me enamoro, ni creo en los hombres. Tengo muy en claro que no voy a ser joven ni bonita por siempre, que por eso tengo que ahorrar para poder montar mi motel o mi spa o, por lo menos, un salón de belleza. Porque en este trabajo no hay pensiones ni seguridad social y porque en este mundo no existe nadie tan triste y solo como una marica vieja y pobre.
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